Cada 12 de junio se conmemora la firma del Protocolo de Paz entre Paraguay y Bolivia, que puso fin a la sangrienta guerra de tres años entre ambas naciones. Dicho Protocolo fue firmado en el día mencionado, de 1935, en la ciudad de Buenos Aires. La historia cuenta que estuvieron presentes en el acto de firma de dicho acuerdo, además de los ministros de Relaciones Exteriores de ambos países beligerantes, representantes de Argentina, Chile, Brasil, Estados Unidos, Perú y Uru­guay.

Con ese acto se daban por terminadas las acciones bélicas, declarándose el inmi­nente cese de hostilidades, una noticia que fue recibida con alegría por ambos bandos de combatientes, ya agotados por el pade­cimiento y dolor atravesados en esos largos años de lucha.Alguien dijo, con mucha razón, que de las guerras realmente nadie sale ganando. A pesar de los triunfos en las batallas y las heroicas acciones ofrecidas por los valientes defensores de la patria, el sufrimiento y las pérdidas humanas que acompañan las gue­rras superan siempre con creces cualquier cálculo positivo que se pueda realizar.

En el caso de la Guerra del Chaco, ambos pueblos que siempre habían sido hermanos y vecinos se ven enfrentados en una vorágine que los arrastra hacia la lucha. La valentía de los que dieron sus vidas para defender el territorio chaqueño es un ejemplo cercano de la capacidad del ser humano para superar los propios límites y alcanzar el heroísmo.

Honrar a esos hombres que pusieron el alma y la vida al servicio de la patria es impor­tante, especialmente si lo hacemos resca­tando los valores humanos que los impul­saban. La valentía demostrada a cada paso, con una voluntad invencible que los llevó muchas veces a seguir combatiendo en medio de las penurias, la falta de elementos y la sed interminables sufridas a cada paso en el agreste espacio del Chaco, que se hicie­ron carne en cada uno de ellos y convocó a toda una población alrededor de la bandera y los ideales nacionales.

Porque todo el país estuvo unido en la lucha por el territorio nacional, haciendo desde cada puesto, cada tarea, por más sencilla que fuera, una misión en favor del triunfo. Así, las mujeres fueron piezas clave en esa lucha, trabajando incan­sablemente en todos los frentes y reempla­zando en las tareas más duras en el campo y en las ciudades a los combatientes que esta­ban en el frente de batalla.

Aunque se canten merecidas loas a la valen­tía demostrada en las batallas y luchas, se sabe con creces en todo el mundo que la paz, indudablemente, es la más ansiada de las vic­torias. La paz, que se une a la esperanza y seca las lágrimas luego de tanto dolor y tris­teza.

Miles de hogares sin hijos o con padres ausentes y cientos de heridos regresando a vivir una realidad diferente a la que hubie­ran imaginado en su juventud fueron el alto precio pagado por ese territorio, que por momentos se convirtió en un infierno de fuego y sangre vertida. Todo ello cobra signi­ficado cuando se acaricia la ansiada paz y se puede mirar hacia el futuro con la voluntad de trabajar para crear una nueva historia.

Poder dirimir las diferencias con otros paí­ses y entre los conciudadanos, sin llegar a las armas ni a la violencia, como tantas veces ocurrió en la historia del país, es un objetivo que deben tener como premisa quienes ejer­zan el difícil arte del poder. El valor de la paz, basada en el respeto a todas las ideas y opi­niones, cuidando mantener la capacidad de diálogo en todas las circunstancias, es lo que nos hace valorar y honrar la lucha de quienes dieron su vida, sin más ambición que el amor a la patria, en aquella dura contienda.

Fuente La Nación.